Dr. Rogelio Díaz Ortiz
Después de casi dos años de “interrupción” parcial de las actividades lúdicas y de atractivo turístico, miles de turistas nacionales y extranjeros visitan tierras michoacanas con motivo del programa de actividades enmarcado en lo que se conoce como “Festividades del día de los muertos”.
No hay cultura que no tenga ritos mortuorios, a través de los cuales se intenta ayudar a los dolientes a atravesar por ese catártico proceso, que suele ser, de desgarro y desconsuelo.
Es reconocido por los Antropólogos y Paleontólogos que el inicio de los ritos mortuorios (hace unos 30 mil años) marcó un hito en nuestra evolución. Para muchos especialistas este hecho “es lo que nos “hizo” humanos.
Cada rincón de la geografía del planeta honra a la muerte de muy diversa manera, destacándose el carácter festivo y quizá, para algunos, irreverente que se le da en México.
Las comunidades ribereñas al Lago de Pátzcuaro y la propia capital michoacana lucen sus mejores galas y ofrecen a los visitantes lo mejor de su gastronomía y artesanía, la belleza de sus rincones naturales, la magia de sus pirekuas y la majestuosidad de los altares instalados dentro y fuera de los panteones para honrar la memoria de las animas.
Sin duda, el interés de propios y extraños se ha enriquecido gracias al “fenómeno” causado por las películas de dibujos animados, como “COCO”, ya que sus productores recrearon esta significativa festividad y además lo hicieron mostrando, lo que muchos suponemos, espacios de la geografía michoacana como escenario del desarrollo de la historia.
Una vez más nuestras tradiciones fueron puestas a competir con el marketing que intenta, a como dé lugar, establecer en nuestro país los festejos del Halloween proveniente de otras latitudes.
Chicos y grandes participaron en fiestas de disfraces, decoraron casas, colegios e incluso vehículos con elementos relacionados a la “noche de brujas”, colocaron grandes calabazas en sus pórticos y fomentaron la participación infantil en el recorrido por las casas para solicitar dulces o “sorpresas”.
Iglesias y panteones se encuentran “repletos” de visitantes que con emoción y sentimiento recuerdan al familiar o amigo fallecido.
Las lápidas lucen limpias, las tumbas rebosantes de flores y por unas horas gran parte de la atención e intención se ubica en la evocación de quienes se encuentran como moradores de otro espacio físico.
Apegos y desapegos, alegría y tristeza, fe y esperanza se amalgaman para darle un sentido muy especial a esta tradicional celebración cuya entidad emblema es Michoacán.
Sin duda, la fantasía de reunirse con los seres queridos después de la muerte es una forma relativamente frecuente de mantener la idea de que la vida y la muerte tienen continuidad.
Un elemento característico, de esta festividad, es la creación de altares, los cuales se “instalan” en hogares, escuelas, plazas, jardines y por supuesto en los panteones como un “sentido” homenaje a los que ya no están.
Esta emblemática ofrenda suele colocarse en una mesa o en el suelo con dos niveles que simbolizan la tierra y el cielo.
Algunos le colocan un tercer nivel para representar el purgatorio.
Los más grandes son de siete niveles, los cuales representan los pasos para llegar al descanso eterno.
No puede faltar en el altar más sencillo y en el más sofisticado: un arco fabricado con flores de luminaria y cempasúchil para representar el ciclo del sol como dador de calor, luz y vida.
Ahí debe haber, Sal como elemento de purificación.
Una cruz de ceniza para “liberar” el espíritu del muerto de sus culpas pendientes.
Velas y veladoras cuya flama sirve de guía para que las ánimas puedan legar a sus antiguos lugares y alumbrar el regreso a su morada.
Copal o incienso para alejar los malos espíritus y purificar el ambiente.
Agua como reflejo de pureza, además de ayudar a mitigar la sed del alma que viene de un largo camino e incluso para fortalecer su regreso.
Retrato de la persona a quien se dedica el altar, el cual se debe colocar en el nivel más elevado del altar.
Papel picado para adornar la ofrenda, sin que falte en colores morado y naranja. El primero para representar el luto cristiano, en tanto que el segundo simboliza el luto prehispánico.
Abundantes flores de cempasúchil, flor de 20 pétalos, con las cuales se adorna el altar y se aromatiza el lugar. Se acostumbra poner caminos de pétalos que sirven para guiar el ánima del difunto.
Comida preferida y bebidas favoritas para deleitar al difunto.
Pan de muerto, el cual representa fraternidad; su corteza hace alusión a un par de huesos y el ajonjolí son lágrimas de almas que no pueden descansar en paz.
Calaveras de azúcar que simbolizan a la muerte.
Objetos personales del difunto a quien se ha dedicado el altar, sin olvidar colocar elementos de su aseo personal.
En algunos casos se colocan juguetes para recordar a las almas de los niños que regresan a visitar a los seres que amaron.
Sin duda en estos días se “mezclan” religión, magia y fanatismo aderezados de amor para recordar a quienes en realidad nunca se han ido sino se mantienen en la conciencia y corazón de sus seres queridos.