Hace más de 500 años, en la cúspide de su poderío, los mexicas crearon una de sus más elaboradas ofrendas, combinando elementos terrestres como una figurilla de copal y el cuerpo de un jaguar armado con un atlatl –propulsor de dardos–, junto a un sinfín de organismos marinos: corales, peces globo, caracoles y estrellas de mar, cuyos vestigios arqueológicos son investigados desde 2019 por la Secretaría de Cultura federal, a través del Proyecto Templo Mayor (PTM), del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH).
La abundancia de esta ofrenda, identificada con el número 178, no solo la coloca como la de la mayor cantidad de estrellas de mar de todas las descubiertas en el antiguo Recinto Sagrado de Tenochtitlan, con 164 contadas, hasta ahora, sino que también representa un caso único de conservación de uno de estos equinodermos que, de manera similar a un fósil, preserva su forma casi intacta, pese el paso del tiempo.
Descubierta en el edificio circular conocido como Cuauhxicalco, a finales de 2021, por el arqueólogo Miguel Báez Pérez y el especialista Tomás Cruz Ruiz, el más experimentado trabajador del PTM, la estrella de mar, de la especie Nidorellia armata –conocida coloquialmente como “chispas de chocolate” por el parecido que tiene su coloración amarillenta con puntos oscuros con una galleta con chispas de chocolate– es resultado de afortunadas casualidades.
Fue, quizá, una de las primeras estrellas que los sacerdotes mexicas colocaron en la ofrenda, por lo que al recibir el peso del jaguar y de todos los elementos se hundió en lo que se cree es una capa de fibra debajo de ella, preservando la marca de su estructura interna y sus 22 centímetros de largo entre sus puntas. Esta situación es inusual, dado que los restos de las otras 163 estrellas están dispersos, debido a la pérdida natural de su materia orgánica.
“Esta ofrenda es una de las más grandes que hemos encontrado en el Templo Mayor, por lo que, hasta no explorar los 30 o 40 centímetros de profundidad que creemos nos faltan, es difícil saber su significado”, explica el arqueólogo Miguel Báez Pérez.
No obstante, la propia ubicación de la ofrenda, en la sexta etapa constructiva del Templo Mayor, la sitúa en una fecha cercana al año 1500, momento de transición entre los reinados de Ahuízotl y Moctezuma Xocoyotzin.
Durante el gobierno de Ahuízotl, los mexicas establecieron rutas de comercio, a la par de su expansión militar en diversas partes de Mesoamérica, de ahí la presencia en Tenochtitlan de corales traídos del Golfo de México, estrellas de mar provenientes del océano Pacífico, y un jaguar hembra que pudo haber sido traído desde regiones lejanas como el Soconusco, territorio localizado entre lo que hoy es Chiapas y Guatemala.
A partir de fuentes históricas, como la Matrícula de Tributos, y hallazgos previos, los arqueólogos del PTM tienen claro que la ofrenda guarda relación con la guerra, no solo por el atlatl que portaba el jaguar en una garra, sino por la ubicación en el Cuauhxicalco, edificación alineada con el costado sur del Templo Mayor, consagrado a Huitzilopochtli, dios de la guerra.
Báez Pérez explica que en su cosmovisión, los mexicas relacionaban las estrellas de mar y los jaguares con el cielo nocturno y la noche, siendo este felino una imagen asociada con el dios Tezcatlipoca, en su representación nocturna.
“Buena parte de los pueblos mesoamericanos creían que el origen del mundo se ligaba al mar, por lo tanto, los organismos marinos eran tratados como reliquias. En el caso de los mexicas, su potencia militar les permitió traer miles de objetos marinos y recrear todo un ambiente acuático en la propia Tenochtitlan”.
Analizan extracción de la estrella marina
Los arqueólogos teorizan que las 164 estrellas de mar de la Ofrenda 178 son de la especie Nidorellia armata, cuyos cuerpos moteados se asemejan a los de los jaguares. No obstante, el proceso de investigación que seguirá a la exploración en campo buscará precisar ese aspecto.
Bajo la mirada cuidadosa y el pincel escrupuloso de Tomás Cruz Ruiz, quien trabaja en el PTM desde la creación de este proyecto, en 1978, cada minúsculo fragmento de las estrellas de mar es limpiado y almacenado en pequeños godetes plásticos para luego, al igual que los otros materiales arqueológicos, llevarlos a laboratorio y recibir tratamientos iniciales de conservación.
La responsable de Conservación del PTM, Adriana Sanromán Peyron, explica que los elementos colocados hace medio milenio por los mexicas en las ofrendas se lograron preservar gracias a que alcanzaron un equilibrio en la caja donde los depositaron, la cual se volvió un sistema cerrado y equilibrado hasta que, al momento de descubrirla, los elementos comenzaron a interactuar con el ambiente, requiriendo de un nuevo equilibrio”.
Las limpieza y secado de los corales, estrellas de mar, huesos de animales y restos de insectos que se han encontrado en la ofrenda –sin definir, por ahora, si estos últimos estaban originalmente en ella o entraron para alimentarse de la materia orgánica–, así como de los sedimentos de tierra que los acompañaban, “se hacen para controlar, en la medida de los posible, el medioambiente y hacer que ese proceso de equilibrio sea paulatino y poco drástico”.
Una vez estabilizados, los vestigios son empacados, clasificados y resguardados para los análisis que el PTM realiza con apoyo de especialistas del Instituto de Ciencias del Mar y Limnología, de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), a fin de precisar datos como la identificación de las especies, la edad de los individuos o sus fases de crecimiento.
Cabe destacar que las estrellas de mar descubiertas en el Templo Mayor han tenido un alto valor investigativo para los expertos de la UNAM, debido a que en la actualidad los equinodermos han reducido su tamaño, tanto por la explotación humana como por el calentamiento global; mientras que en la antigua capital tenochca se han encontrado estrellas que alcanzaron hasta los 60 centímetros de largo entre punta y punta.
La estrella de mar localizada por Báez Pérez y Cruz Ruiz continúa in situ y en las próximas semanas se analizará la forma más conveniente de retirarla en bloque, es decir, conservando el sedimento sobre el cual se encontró, para así mantener su forma y facilitar su estudio científico en laboratorio.